Álbum de tejido

Punto Lolita

Primera vuelta: un derecho

¿Adónde nos vamos a desayunar entonces?, preguntó Doloritas en cuanto nos dimos la vuelta. Ya no temblaba, había recuperado el aliento y su rostro se veía tranquilo, como si nada hubiera pasado. Nos había engañado a todos y yo no supe si reír, enojarme o simplemente contestar a su pregunta porque la verdad ya tenía hambre. Nos habíamos levantado muy temprano (¡en plenas vacaciones!) para pasar por ella y llevarla a cobrar su cheque de la pensión. Yo hubiera querido quedarme en mi cama con mi gata, pero mi mamá me ofreció un chocomilk del mercado si la acompañaba y tontamente cedí. 

De poco sirvió la desmañanada, porque cuando llegamos ya había una fila de viejitos que le daba la vuelta a la cuadra. Ahí había de todo: viejitos en silla de ruedas, viejitos con bastón, viejitos en andadera, viejitos con un cabestrillo, viejitos con vendas que ocultaban quién sabe qué cosas horrendas. Sólo de ver aquel panorama, sentí que me quedaba sin fuerzas en las piernas. ¿Cuántas horas íbamos a estar ahí? ¿Y mi chocomilk? Ahorita vamos, primero que cobre el cheque, te lo prometo. Bájense aquí y fórmense en lo que busco dónde estacionar el coche. 

Mi abuelita se bajó con cierta torpeza. La tomé del brazo y caminamos hacia el final de la fila, pero nos detuvimos dos metros después, frente a las oficinas, porque le empezó a faltar la respiración. La gente seguía llegando a formarse. Con temblores, Doloritas empezó a buscar en su bolsa de mano el inhalador, pero no lo encontraba. A ver, te ayudo, sostente de mi brazo. Meneó la cabeza para decirme que no, pero se veía pálida y sus temblores se estaban haciendo más intensos. 

¡Que se siente!, gritó una viejita que estaba casi al principio de la fila en su propia silla portátil. Acto seguido, tomó del brazo a una señora que parecía ser su hija y se impulsó hacia arriba para ofrecerle el lugar a Doloritas. Sí, sí, que se siente, clamó la multitud. Pero mi abuelita ya no podía dar ni un paso más, algo malo le estaba pasando. A mí también me empezaron a temblar las manos. No sé de dónde aparecieron unos señores y me ayudaron a moverla poco a poco hacia la silla portátil. Abrí su bolsa y con desesperación busqué el inhalador para dárselo. ¿Dónde estaba mi mamá? ¿Por qué tardaba tanto? 

Doloritas no se recuperaba, de hecho, cada segundo que pasaba, se veía peor. La gente me preguntaba cosas, pero yo no sabía qué responder, sólo quería que mi abuelita se estabilizara, que dejara de jadear. No sé, no sé, tiene enfisema, sí, ahorita que llegue mi mamá, gracias, disculpe. 

Finalmente llegó mi mamá. Perdón, no había lugar. ¿Qué pasó? No sé, se puso muy mal después de que nos bajamos del coche. ¡Ay dios! ¿Qué tiene? No puede respirar. No, pues voy por el coche y ahorita la llevamos a la clínica 72. Doloritas volvió a menear la cabeza: no le gustaba ir al hospital. Tranquilas, no tardo, ahorita vengo. Otra señora le dijo a mi mamá que no se preocupara, que allí la esperábamos, que no iba a pasar nada malo. Mi mamá le dio las gracias y se apresuró al coche de nuevo. 

En eso abrieron las oficinas y la fila empezó a avanzar. Doloritas me hizo un ademán para que la ayudara a levantarse. No, no, señora, usted quédese sentada, ahorita viene su hija. Me siento mejor, dijo con una voz de niña moribunda. Parecía que se sentía apenada por estar sentada en aquella silla porque me seguía insistiendo con la mirada. Abue, pero te sientes mal, no importa el cheque. A ver, no se preocupe, le dijo la señora de la silla. Joven, por favor, venga, necesitamos ayuda, venga. Un señor que estaba de pie en la entrada de las oficinas se acercó a nosotras. Mire, esta señora necesita cobrar su cheque, pero no puede respirar, está muy mal. El señor miró a mi abuelita con espanto. ¿Trae su identificación, madre? Ella asintió con la cabeza. ¿Me la permite? Con temblores y sin voltear a ver lo que hacía, Doloritas estiró el brazo para quitarme su bolsa. Ahorita yo se la doy, le dije. Permítame.

Escuché la voz de mi mamá: ¡Ana! Estaba estacionada a la mitad de la calle, frente a nosotras. Pero ahora no podíamos irnos porque el señor se acababa de llevar la identificación de mi abuelita. ¡Ahorita vamos! Mi mamá nos veía con desconcierto. Un minuto después, volvió a salir el señor de las oficinas con la identificación, el cheque, unos papeles y un cojín de sellos. Ponga su dedo aquí, madre. Le tomó la mano a mi abuelita y presionó su dedo gordo contra el cojín, luego lo fue poniendo sobre los papeles, donde se leía la palabra “firma”. 

Aquí está su cheque. Agárralo, me susurró. Tomé el cheque y la identificación, aventé todo en la bolsa y me apresuré a ayudarla para que pudiera levantarse. Otras personas se acercaron a ayudar también. Mi mamá se bajó del coche y abrió la puerta de atrás para subirla. Paso a pasito llegamos, la sostuvimos para que se sentara, la giramos y le acomodamos la pierna derecha. Mi bolsa, me dijo. Aquí está, abue. Mi inhalador. Abrí la bolsa y se lo di. Tres disparos. Otra vez estaba jadeando. Cerré su puerta y les di las gracias a todos mientras me subía al coche. Mi mamá ya lo había encendido, así que en cuanto puse el seguro, se arrancó. Doloritas seguía jadeando y parecía que otra vez se iba a poner muy mal, pero en cuanto dimos la vuelta y la oficina quedó atrás, sin ninguna dificultad preguntó: ¿adónde nos vamos a desayunar entonces?